Las piernas me temblaban, prácticamente
balbuceaba, no podía dejar de estar nerviosa. Por eso me abrazabas, me
agarrabas, me pedías que dejase de mover la pierna.
Pensabas lo mismo que yo. Nos necesitábamos exactamente en la misma
medida.
Y me besaste. Hiciste que volviera seis años atrás. Me ofreciste algo de cenar y accediste
a ver mi película favorita. Como si no te supieses de memoria los diálogos.
Como si no la hubiésemos visto ninguna vez.
Fingías no aburrirte tan bien. Tan, tan bien, que me lo creí.
Y en diez segundos no podía dejar
de sonreír, ni siquiera te podía mirar. No quería que me soltaras. Quería
quedarme ahí.
Para siempre.
Podríamos hacernos daño con
cualquiera. Volvernos adictos a cualquier otro perfume.
Pero a veces necesito que esa persona
seas tú.
Porque cuando me niegas mis famosos
cinco minutos más, sólo entonces, es cuando me doy cuenta de que lo nuestro no
se puede volver a arreglar.
O que no podría soportar cinco
minutos más junto a ti.
Volveríamos a caer en nuestro
juego a la vez. Como dos idiotas que no dejan de fallarse. Y aun así no pueden
vivir el uno sin el otro. Aunque en lo nuestro todo valga.
Esos cinco minutos resolverían lo
que jamás hemos querido resolver, quizás por miedo a tenernos que separar.